Recuerdo que cuando era niño solía escuchar centenares de historias acerca de la perdurabilidad sobrenatural de Hitler. Todas coincidían en que el sujeto no había muerto aquel día de abril, sino que se encontraba gozando de excelente salud y de mejor ánimo en algún lugar del universo. A partir de ese punto, la variedad comenzaba: primero, alguien había visto al dictador en Bolivia, ganándose el pan vendiendo jabones y perfumes; luego, otro dijo que se encontraba en Argentina dictando sus memorias o buscando empleo como empresario de espectáculos. También se dijo que lo más probable era que el Fürer se encontrara viviendo en el centro hueco de la Tierra en la mismísima Atlántida.
La variedad iba desde identificar al jefe nazi con el vecino de bigote mosca hasta el no menos sorprendente testimonio, según el cual, Hitler debía estar nada menos que en Ganímedes, la séptima luna de Júpiter, lugar donde existía una civilización superior y vegetariana, en la que don Adolfo compartiría casa con el rey del rock Elvis Presley y la inolvidable Marilin Monroe.
Es innegable de que existe cierta clase de individuos, cuya vida y muerte están cubiertos de incertidumbre. Qué más da un Hitler o un Pinochet; son hombres de quien todo el mundo dice que han muerto cuando están vivos, y que están vivos cuando han muerto. Probablemente sea un efecto curioso de la Luna en conjunción con Marte; o talvez sea uno de los efectos secundarios del roce del poder, de su expresión más asesina, que los marca con el estigma de una biografía incierta y de una muerte esquiva...
No lo sé... porque también podría ser la simple justicia de la vida, que niega el descanso del olvido a los “grandes” hombres sin alma.
Roberto Pável
Jáuregui Zavaleta
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